Extremos ingrávidos
Acerca de las obras Paréntesis de una eternidad y El peso de la ingravidez
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Uno a uno van lanzándose al vacío, al enorme paisaje chato y verde que se extiende bajo ellos. Uno a uno, a un ritmo sostenido, marcando el tiempo. Su trayectoria dibuja una perfecta espiral descendente; sus trajes brillantes construyen, sin querer o tal vez intencionalmente, no lo sabemos, una gigantesca cadena de ADN, inconmensurables rosetas coloridas suspendidas en el aire al tomarse de las manos, como protozoarios flotando en el agua de un pantano primigenio. Formas universales, formas orgánicas, testigos y artífices del correr del tiempo.
Los paracaidistas desafían al proverbial mar de nubes; se arrojan a él: el miedo no puede detenerlos, el sentimiento sublime no los priva de la sensación de quedarse suspendidos indefinidamente en el espacio. Han trascendido al monje y al viajero de Friedrich, han sobrepasado el ideal romántico. Por un instante interminable, han detenido el fluir del tiempo.
En esta percepción del fluir del tiempo, en esta sensación sublime de dejarse flotar en la inmensidad; se siente el sabor a contradicción que ha sufrido el hombre desde que abrazó la razón y la ciencia como método para comprender el mundo: la certidumbre dogmática se ha perdido para dar paso a una incertidumbre cientificista nada confortante. El niño que fuimos, el niño que dejaba en manos de la divinidad el fluir del mundo sensible y la justificación de los fenómenos inexplicables dio paso al hombre que se preguntó por qué. Por qué la vida y por qué la muerte. Por qué el tiempo. Se asomó al abismo, sintió vértigo, y atracción. Como los paracaidistas.
En este devenir, en esta búsqueda de la verdad cientificista, el hombre necesitó de la cultura y de las ciencias que crearon complicados sistemas para medir y aprehender el tiempo, y, ulteriormente, dominar la muerte, que es el final de todo tiempo. Puesto que esta percepción del tiempo y esta angustia por manejarlo son conceptos puramente humanos, es el ser humano la única criatura capaz de percibir cabalmente su transcurrir, y de comprender completamente que este fluir temporal es el que nos acerca cada vez más a nuestro fin ulterior. La cultura humana, o al menos la cultura occidental, puede ser entendida entonces como la materialización de esta estéril lucha de los hombres contra los triunfos de la muerte, que es en definitiva el momento en el que la corriente temporal se detiene, se estanca y nos iguala con el resto de la Creación.
Al otro extremo del mundo sensible, del mundo humano, ignorante del movimiento en que se sumergen los paracaidistas; está el naufragio. Pesados objetos blancos se nos aparecen ingrávidos. La cama, la mesa de luz, la caja de música; todas han quedado flotando en las aguas estancadas del tiempo que no transcurre. Trastocadas de espacio y tiempo, penden del cielo, se presentan a los ojos del buzo que descubre el barco hundido en el silencio de la ausencia de habitantes. La caja de música, sin embargo, parece viva aún y llena el espacio de la sensación de sonido. Todos los objetos son vestigiales. Desde la copa de vino que se llena cabeza abajo hasta el reloj que aparece desmembrado, como en un inocente ritual para “matar” al tiempo. Todo es vestigio de la presencia humana. Los buzos, nosotros, los espectadores de la instalación, descubrimos el lugar secreto del naufragio y nos mantenemos pendientes desde la superficie del agua para violar ese espacio sagrado donde el tiempo al fin se detuvo. Sólo rompe este sello la llave que está aguardando; la llave que, a su vez encerrada, parece conocer el verdadero secreto del tiempo.
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Ximena Ledesma
Artista
Buenos Aires, Diciembre 2011.