El borde de la palabra
Ezequiel Montero Swinnen, o quien muestra de lo visible.
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La escritura es, ante todo, una aproximación al verbo, y el verbo es una aproximación al abismo. Verbo, abismo y aproximación caracterizan la propuesta de Ezequiel Montero Swinnen. La caracterizan pero no la agotan. Tan solo nos permiten ladear su sensibilidad e ingresar de a poco en ella: compartir un largo camino que vincula oración y poesía con lo que es visual y sonoro. Toda su propuesta amalgama lo conceptual con lo absolutamente plástico. Sus pinturas y dibujos denotan composición, color y resolución de equilibrios y tensiones. La pregnancia está en ellas, pero, no obstante, y por dónde se las aprecie, el concepto las unge, vertebra y entrega estabilidad y flotación; las vuelve el medio que visibiliza lo visible y mantiene invisible lo no visible; las antropomorfiza sin humanizarlas y mantiene descascarado lo carente de cáscara.
Quizá la idea de mostrar lo evidente constituya uno de los nodos que motoriza su sensibilidad. Como bien lo expresara en diversas charlas, se trata de mostrar lo que se ve, pues lo visible, con toda su presencia irrenunciable, permite invocar otros temas no menos enigmáticos y cautivantes. Me refiero a la posibilidad de entender el cosmos a partir de un grano de arena, o de ver el presente como un perpetuo pasado destinado a eternos retornos. Las inquietudes de Ezequiel, que son tan poéticas como matemáticas o filosóficas, encuentran en la pintura o en la instalación (por mencionar dos disciplinas que, en verdad, quedan cortas a la hora de reflejar estas propuestas) no sólo los caminos al éxtasis estético y contemplativo, sino los senderos turbulentos donde la intimidad busca el momento trascendente en que los problemas acuciantes encuentran una resolución absoluta pero efímera. En cada trazo, pincelada o gesto, en cada artefacto, escritura o disposición, hay mucho más que una mera noción del buen orden o del desorden esperado. Una mesa rustica con tarjetas en su superficie, acompañada por pinturas tan policromas como monocromáticas, plantea cuestiones un poco más alejadas que la pintura y el dibujo en sí, o que la estricta instalación. Esa mesa, esas tarjetas y esas pinturas pisan un territorio donde las dualidades se pierden y los límites desaparecen; ingresan –e ingresamos- en un mundo pergeñado, ofrecido a una sutil noción de lo explícito, que no es otra cosa que volver a decir lo mismo con diferentes ordenes de palabras y gestos, sustituyendo la simple repetición por una más refinada tautológica de carácter tan metafórico como fenomenológico.
En la presente exposición observamos un sinfín de instancias que carecen de familiaridad o extrañeza, pues son tan poco viscerales como dérmicas. Observamos lo que es y lo que ya fue. Se divisa el punto, la serie de puntos, el plano y los planos. Vemos palabras negras aferradas al silencio de telas que simultáneamente son finas y rústicas; absortos blancos que rodean e impulsan grafías y signos tan pesados como ingrávidos; y vemos también suaves fluctuaciones tonales que intercalan el intersticio congruente con la densidad inquebrantable.
Tras contemplar esta muestra, tras recorrer cada una de sus pinturas, estampas, papeles y objetos, comprobamos que la escritura es una aproximación al verbo. Cada color, línea o composición nos acerca más y más a ideas tan hondas como inalcanzables. Una palabra escrita tras otra palabra escrita permite escalar las profundidades habitadas por la palabra primera, por el concepto absoluto. Es la escritura, el trazo, la pincelada o el chorreado lo que le posibilita circunvolar un concepto tan personal como anónimo, un concepto abierto que atañe a temas perennes, siempre presentes, como lo son la vida, el arte, la muerte o la locura.
Nada más patente que un capítulo de Rayuela, de Julio Cortazar, expuesto a través de 32 láminas quirúrgicamente dispuestas frente a una máquina de escribir que reposa sobre una mesa blanca, una mesa asépticamente blanca. Sucede que Cortazar, como Borges, exploraron las grietas que más absorben a Ezequiel: el tiempo, la memoria y la identidad. Son grietas –o agujeros- que sondea mediante una escritura personal, que no es otra cosa que la incisión plástica del artista. Esa incisión-inscripción, como todo desplazamiento, rodea sin cesar al verbo inalcanzable, aproximándosele y tocándolo; vale decir, sostiene la condición silenciosa de la idea que jamás será atrapada.
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Miguel Ángel Rodríguez
Crítico de Arte
para Ramona
Buenos Aires, Marzo 2010.